Imágenes de amenazadoras llamas a la hora del telediario, instantáneas compartidas en las redes sociales, el drama de un piloto de helicóptero fallecido luchando contra el fuego… En las últimas semanas, las comunidades de la cornisa cantábrica han visto cómo decenas de incendios prendían sus montes, y los análisis sobre las causas climáticas y económicas no se han hecho esperar.
Se trata, según apuntan los guardas forestales y expertos en medio ambiente, de una conjunción de factores. Por un lado, este otoño ha sido inusualmente seco en toda España, y el viento cálido y seco del sur, conocido como surada, que en ocasiones llega a las provincias del norte desde Castilla, ha sido muy fuerte y constante. Esto ha causado que los montes, que a estas alturas del año suelen estar frescos y húmedos, fuesen un polvorín de hojarasca listo para arder con facilidad. Unido a lo difícil que es acceder a algunos de los parajes incendiados, explica por qué apagar los fuegos ha sido tan complicado.
Por otro lado, existe la costumbre arraigada en la zona de utilizar el fuego como método para ‘limpiar’ los montes, ya que se considera que el matorral, la vegetación que más ha sufrido estos incendios, no tiene apenas valor y ‘ensucia’ el campo. Manuel Fernández, presidente de la asociación de guardas forestales de Asturias, lo explica desde un punto de vista histórico. «El bosque es el estado al que tiende la naturaleza, pero la intervención humana le dio forma para explotarlo. Cuando a mediados del siglo XX la población emigró a las ciudades, los bosques quedaron abandonados y volvieron a su estado salvaje». En la cultura popular, quedó la idea de que los montes necesitaban ser limpiados de vez en cuando, y que el fuego era una buena forma de hacerlo.
La chispa económica
Por último, la perspectiva económica es innegable. La Unión Europea, a través de la Política Agraria Común (PAC), determina subvenciones para los ganaderos por cada animal y por la superficie de terreno de pasto. Así que si arden los matorrales y luego ese terreno se puede reconvertir en pastizales, la motivación económica resulta clara. «Se trata de un pasto fugaz, y ni siquiera hay tanta ganadería extensiva como para aprovecharlo», lamenta Rafael Serrada, catedrático de Selvicultura y Repoblaciones Forestales de la Universidad Politécnica de Madrid.
Hay sitio para todo, se puede reconducir la carga ganadera, ¡no hace falta aniquilar todo el matorral para convertirlo en pasto!
Para Roberto González, técnico de la ONG SEO/BirdLife en Cantabria, este último factor es determinante, pero no explica del todo lo que ha ocurrido en estas semanas. «Han ardido zonas que no son de explotación ganadera ni lo han sido nunca. Resulta incomprensible». Pide que no se demonice a los ganaderos, ya que solo unos pocos provocan incendios, cuenta, y son muchos los que colaboran para extinguirlos. Tanto González y Fernández, como todas las demás fuentes consultadas para este artículo, apuntan que el nulo apoyo a la prevención y una política de pastos errónea son tan culpables como el clima de lo que ha ocurrido esta semana.
«Hay que sentarse con los ganaderos y replantear las políticas al respecto. Hay sitio para todo, se puede reconducir la carga ganadera, ¡no hace falta aniquilar todo el matorral para convertirlo en pasto!», protesta Guillermo Palomero, presidente de la Fundación Oso Pardo.
El suelo ha quedado arrasado
Mientras, parece que las consecuencias medioambientales atraen menos atención. Después de todo, el fuego es un elemento renovador de la naturaleza y la mayoría de los incendios iban dirigidos a la quema de tojos y brezos (aunque por las condiciones climáticas mencionados se terminaron extendiendo a masas forestales de eucaliptos, robles o pinos entre otros), cuyo valor parece menor que el de un robledal o un pinar. «Esto es en cierto modo verdad», explica Serrada, «los matorrales presentes en la península Ibérica son pirófitos, es decir, que el fuego los reactiva. Se recuperan tras los incendios en un tiempo no muy prolongado».
Sin embargo, el efecto de estos incendios sobre los ecosistemas que viven en los terrenos quemados y sobre el propio paisaje tendrá importantes consecuencias medioambientales. De hecho, ha afectado en mayor o menor medida a espacios protegidos, como el Parque Natural Saja-Besaya, uno de los entornos forestales más importantes del norte de España, el Parque Natrual Collados del Asón y varios lugares pertenecientes a la Red Natura 2000.
Para empezar, porque el suelo ha quedado arrasado. Guillermo Palomero, presidente de la Fundación Oso Pardo, explica que los incendios controlados y en determinadas circunstancias pueden ser beneficiosos para un ecosistema, «pero el suelo no debe quemarse nunca». Esos fuegos arden en la parte aérea de los montes, en los matorrales y los árboles, pero el suelo debe estar húmedo para quedar preservado de las llamas. Ahí es donde residen los microorganismos y las semillas que darán forma al nuevo paisaje, enriquecidos por las cenizas y sus compuestos. «Si el suelo queda arrasado, se pierde la calidad del hábitat, desaparecen la fauna y la flora y hace falta mucho más tiempo para recuperarlos».
En la misma dirección apunta Manuel Fernández, presidente de la asociación de guardas del medio natural de Asturias, la segunda comunidad más afectada por el fuego después de Cantabria. Fernández añade que, en deteminadas zonas escarpadas e inclinadas, el suelo no solo ha quedado carbonizado, sino que la erosión se lo está llevando, dejando al descubierto la roca. «Cada año va quedando una cantidad enorme de territorio irrecuperable», señala Fernández, que pide acciones urgentes por parte de las autoridades: «Algunas de las zonas quemadas se recuperarán en unos años, y otras, solo si trabajamos sobre ellas. Si no, están en un callejón sin salida».
Los animales que habitan el matorral
Roberto González es técnico de SEO/BirdLife, una ONG que trabaja para la conservación de las aves amenazadas. Dice con prudencia que, ahora que se han extinguido las llamas, habrá que ver sobre el mapa qué zonas se han visto afectadas para calcular cuáles han sido las consecuencias medioambientales, pero se muestra consternado. «El daño en el suelo es evidente, y si no llega a llover, habría sido imposible parar el fuego». Cuenta que algunas zonas de matorrales, en principio menos vistosas que los bosques, son hábitats declarados como protegidos por la UE, y que en ellos viven algunas especies de aves muy escasas en la zona cántabra. «No es mejor un bosque o un brezal, son diferentes. Cada uno cumple su función».
«El aguilucho pálido nidifica en estos hábitats, y solo hay registradas una veintena de parejas en Cantabria. No parece que el fuego, recurrente en esta zona desde hace ya décadas, haya hecho caer sus números, porque son aves migratorias que se pueden ir a otro sitio. Pero puede que cuando vuelvan en primavera no encuentren dónde anidar porque todo ha ardido y se vayan a otro sitio», lamenta. El aguilucho cenizo o la perdiz pardilla (muy escasa en España y que solo se distribuye por las cordilleras más importantes) son otras especies cuyo hogar, temporal o permanente, puede haberse visto afectado por los incendios.
Pájaros, insectos, roedores y ungulados viven o dependen de los matorrales de una u otra forma para sobrevivir. Incluso grandes carnívoros, como los lobos o los osos, que pueblan las zonas más altas y cuyos hábitats no se han visto, en principio, asolados por las llamas, utilizan las zonas de matorral. «Hay estudios que demuestran que los osos se desplazan a través de las zonas de matorral de unos bosques a otros», explica González.
En definitiva, los tojales y brezales son paisajes clave en la cornisa cantábrica para la conservación de la biodiversidad y el mosaico de hábitats que la conforman. «Hay que gestionar los montes para que no evolucione todo a bosques (a más diversidad de hábitats, más diversidad de especies), pero hay que hacerlo con cabeza, y en el norte están sufriendo mucho con los incendios», lamenta.
«La cenicienta de los hábitats naturales»
El desprecio por el matorral no es ni mucho menos algo nuevo. Llamado «la cenicienta de los hábitats naturales», en ocasiones se considera un término casi peyorativo, como si fuese indeseable o dañino. Esta concepción proviene, por un lado, del contraste del matorral con las tierras de cultivo o de pastoreo, que desde el punto de vista agrícola son más rentables y productivas, y por otro porque se trata de un estadio intermedio hacia la formación de los bosques. «¿Matorral? Puedes llamarlo también bosque incipiente», señala Fernández, que lamenta que si no se respeta esta vegetación, la repoblación forestal nunca será completa.
Lo que ha pasado es un atentado ecológico y una pérdida económica. Una barbaridad
Serrada confirma este punto. «El matorral es el paso previo al arbolado. Si se quema, el ciclo vuelve a empezar y hará falta más tiempo». Pero el papel de los matorrales va más allá que el de ser un paso previo hacia la formación de un bosque: protegen el suelo ante la erosión, regulan muchos ciclos bioquímicos del hábitat y atesoran un gran patrimonio genético tanto de animales como de plantas y microorganismos que crecen y viven entre sus hojas y raíces. Como cualquier alteración de un ecosistema, su quema repercute en las especies con las que tiene relación, y si esta es descontrolada, la repercusión puede tener consecuencias imprevisibles.
El matorral tiene también un gran potencial para producir recursos a los que se les puede sacar rendimiento económico, como son la caza, la apicultura, la recolección de hongos o bayas o el excursionismo y el turismo rural. «Los montes tienen un uso social que no se debe obviar, tanto por los productos que generan como por su papel como zona de disfrute general. Lo que ha pasado es un atentado ecológico y una pérdida económica. Una barbaridad», concluye Palomero.
Fuente y fotografía: El confidencial