En los días malos se puede oler la pestilencia un kilómetro y medio a la redonda: se esparce a lo largo de autopistas y edificios de oficinas, informa Ecoportal.
En 1900, cuando terminó la construcción del Gran Canal de Desagüe, era visto como el puente de Brooklyn de Ciudad de México, una proeza de la ingeniería y un símbolo de orgullo cívico: medía 47 kilómetros de largo, con la capacidad de mover cientos de miles de litros de aguas residuales por segundo. Prometía resolver las inundaciones y los problemas de drenaje que habían abrumado a la ciudad por siglos.
Solo que no fue así, y casi desde el inicio. El movimiento del canal estaba basado en la fuerza de gravedad. Y Ciudad de México, que se encuentra a 2240 metros por encima del nivel del mar, se estaba hundiendo.
El hundimiento sigue, cada vez más rápido, y el canal es tan solo una víctima de lo que se ha convertido en un círculo vicioso. Con la escasez perpetua del agua, Ciudad de México ha seguido perforando en busca de más, lo que ha debilitado los antiguos lechos de arcilla de los lagos que los aztecas usaron para construir buena parte de la ciudad y lo que ha causado que se derrumbe aún más.
Es un ciclo agravado por el cambio climático. Las altas temperaturas y la sequía implican una mayor evaporación y una mayor demanda de agua, lo que incrementa la presión de conseguir agua desde zonas de reserva distantes, a costos exorbitantes, o de drenar todavía más los acuíferos subterráneos y acelerar el colapso de la ciudad.
El hundimiento sigue y es cada vez más rápido; el canal es solo una víctima de lo que se ha convertido en un círculo vicioso.
En el inmenso barrio de Iztapalapa —donde viven cerca de dos millones de habitantes, muchos de los cuales no cuentan con agua corriente— las aceras parecen porcelana rota y 15 escuelas primarias se han venido abajo.
Hoy en día se escribe mucho sobre el cambio climático y el impacto del aumento del nivel el mar en las poblaciones costeras. Pero no solo las costas se ven afectadas. Ciudad de México, ubicada en un valle en el centro del país, es un ejemplo evidente. El mundo ha hecho una enorme apuesta en las capitales sobrepobladas como esta, con un gran número de residentes y economías grandes; la estabilidad del hemisferio parece depender de ellas.
Un estudio predice que un 10 por ciento de los mexicanos entre los 15 y 65 años podrían intentar emigrar al norte como resultado de las altas temperaturas, inundaciones y sequías, que probablemente desplazarían a millones de personas y aumentarían aún más las tensiones políticas sobre migración.
Los efectos del cambio climático son varios, pero una cosa es segura: siempre exponen las grandes vulnerabilidades de las ciudades, exacerbando los problemas que los políticos y los planificadores urbanos suelen ignorar o tratan de esconder bajo la alfombra. Se expanden hacia el exterior, desafiando fronteras.
Ese es el tema central de esta serie: cómo las ciudades responden, o no, a las distintas amenazas climáticas. En todo el mundo, el clima extremo y la escasez de agua aceleran la represión, los conflictos regionales y la violencia. Un informe de la Universidad de Columbia descubrió que en zonas donde disminuyen las lluvias “el riesgo de que los conflictos menores crezcan para convertirse en guerras a gran escala se duplica aproximadamente al año siguiente”. El término que usa el Pentágono para el cambio climático es “multiplicador de amenazas”.
En ningún lugar esto resulta más evidente que en las ciudades. Este es el primer siglo urbano en la historia de la humanidad, la primera vez que hay más gente viviendo en ciudades que nunca, y se predice que tres cuartas partes de la población mundial serán urbanas para 2050. Para entonces, según otro estudio, habrá más de 700 millones de refugiados climáticos.
Para muchas ciudades alrededor del mundo, adaptarse al cambio climático es una vía a la prosperidad a largo plazo. Esa es la buena noticia en lugares donde las sociedades están dispuestas a escuchar. Sin embargo, la adaptación también puede ser costosa y lenta. Puede ir en sentido contrario, a los ritmos de las campañas políticas, y enfrentarse a intereses poderosos y arraigados. Esto es, de hecho, lo que sucedió en Nueva Orleans, que ignoró las innumerables señales de alarma, destruyó protecciones naturales contra las inundaciones como el coral, le dio rienda a los desarrolladores y fracasó en reforzar los diques antes de que el huracán Katrina arrasara con la mayoría de la ciudad.
A diferencia de los embotellamientos o la delincuencia, el cambio climático no es algo que la gente percibe fácilmente. Ciertamente no es algo de lo que los residentes de Ciudad de México hablen todos los días. Sin embargo, es como una tormenta que se aproxima y amenaza con llevar a la ciudad, con su conjunto de problemas, a un punto crítico.
En palabras de Arnoldo Kramer, director de la oficina de Resiliencia de la Ciudad de México: “El cambio climático se ha convertido en la amenaza a largo plazo más grande para el futuro de la ciudad. Y esto es porque está vinculado al agua, la salud, la contaminación del aire, la interrupción del tránsito a causa de inundaciones, la vulnerabilidad de la vivienda por derrumbes, lo cual quiere decir que no podemos empezar a atender ninguno de los problemas reales de la ciudad sin hacer frente a la cuestión climática”.
Hay más en juego que solo la ciudad. Si el cambio climático causa estragos en el tejido económico y social de lugares clave en el mundo como Ciudad de México, advierte el escritor Christian Parenti en su libro Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence, “ninguna muralla, arma, alambrado, dron armado ni mercenario desplegado de manera permanente podrá salvar a la mitad del planeta de la otra mitad”.