Por más que se resista a aceptar la realidad, el Ayuntamiento de Madrid tendrá que afrontar el hecho de que la contaminación atmosférica no es un problema coyuntural, que los picos de elevada concentración de dióxido de nitrógeno “han venido para quedarse”, como suele decirse y que el protocolo vigente es un artefacto obsoleto. Ni reduce la contaminación —o lo hace en una proporción muy baja— ni resuelve a medio plazo los agobiantes problemas del tráfico. La alcaldesa y el concejo harían mejor en reconocer que la alta contaminación —como en casi todas las grandes ciudades— es un problema estructural, debido a los efectos de un incipiente cambio climático y que el mejor tratamiento para un mal estructural es aplicar decisiones estructurales aunque impliquen coste político.
El remedio más racional en caso de contaminación cuasipermanente es cerrar el centro de la ciudad al tráfico privado por cualquiera de los procedimientos conocidos en otras grandes concentraciones urbanas, desde el bloqueo total hasta el pago de peajes o el recurso de las matrículas pares e impares. El centro de Madrid, además, es especialmente estrecho y una política pertinaz de arreglos viales perpetrados por las dos últimas administraciones, adictas a las obras, lo convierten en lo más cercando a un cepo para automovilistas.
Ahora bien, una decisión estructural de este tipo, la más eficaz y razonable, no se resuelve con un ucase que imponga ¡Ciérrese! y ya está. Exige una modificación sustantiva de otras normas e inversiones de acompañamiento, que van desde un aumento sustancial del transporte público hasta una revisión continua y exhaustiva del funcionamiento y emisión del parque automovilístico de la capital (y del resto del país) o una restricción de los horarios de distribución de suministros. No es de recibo que a las 12 de la mañana de cualquier día las camionetas de reparto sigan ocupando calles y plazas, incluso las peatonales.
Fuente y fotografía: El País