No hay suficientes botellas de agua para los vecinos que se arremolinan alrededor de la furgoneta. En un popular barrio de Damasco, los más pequeños pugnan por encaramarse al vehículo. Intentan competir con los adultos y abrirse paso entre un enjambre de manos que ondean billetes como señuelo para atraer la atención de un desbordado vendedor. «¡Seis botellas a 900 liras (1,8 euros)!», grita el comerciante distribuyendo las preciadas botellas, hoy escasas y motivo por el que se permite vender el pack de seis un 30% por encima del precio fijado por el Gobierno.
Por cuarta semana consecutiva, los grifos de Damasco están secos. Cerca de 5,5 millones de habitantes, la mitad desplazados, peregrinan en busca de agua potable o para lavar. Y ello desde que los rebeldes y yihadistas cercados en el valle de Barada, a escasos 25 kilómetros al noroeste de la capital siria, explosionaron los conductos acuíferos que suministran agua al 70% del corazón del país. Los combates entre el Ejército sirio e insurrectos armados prosiguen en el valle, entorpeciendo la frágil tregua en vigor desde hace apenas dos semanas. «Esperamos solventar la crisis en los próximos días», repite en la pequeña pantalla Mohammed Shiam, portavoz del Ministerio de Recursos Hídricos.
«El Gobierno de Damasco ha puesto en marcha un plan de emergencia para proveer un tercio de los 450.000 metros cúbicos diarios que necesita la capital», dice vía correo electrónico Mahdav Pahari, responsable del departamento de agua de la ONU en Siria. Unos 28 camiones cisterna recorren la ciudad las 24 horas del día repartiendo agua en colegios, hospitales, mezquitas e iglesias, así como en los barrios más empobrecidos.
«¿Los armados han destrozado los canales de agua para atacar al presidente Bachar el Asad?», pregunta Majed, padre de cuatro hijos y taxista. «Ni el presidente, ni el Ejército son los que se han quedado sin agua sino nosotros, los civiles. Esto es un castigo a la población». El conductor ya hace un mes que no transporta pasajeros en los asientos traseros de su coche, sino bidones de agua. Cada día recorre varias veces los 15 minutos de trayecto que separan su popular barriada de Sheij Meheidin de los jardines del más exquisito barrio de Yahiz. En el parque han instalado nueve grifos para aprovisionar de agua potable al vecindario, donde Majed llena los bidones por encargo.
Los barrios más afortunados reciben tres horas de agua cada cuatro días, los menos como éste, tan sólo un «hilo de agua» en los últimos 20 días. Los vecinos dejan un grifo abierto a modo de guardia, cuyo ronquido alertará de que por un par de horas habrá agua en casa. La primera gota dará pie a un trabajo en cadena, llenando desde bañeras a botellas o incluso latas de conserva vacías. La alternativa es recurrir a los camiones cisterna privados, nuevo mercado de una economía de guerra, donde los 1.000 litros se pagan a 10 euros con un salario medio de 70 euros mensuales. La necesidad agudiza el ingenio y cada cual se las apaña como puede para ahorrar. Posponer una lavadora, comer frío en lugar de cocinar y, a juzgar por las barbas de los viandantes, pasar del afeitado.
Las calles de la capital siria rezuman hartazgo con casi seis años de guerra a sus espaldas. Cuando Estado Islámico se hizo con los yacimientos de gas de Palmira, las bombonas empezaron a escasear. Cuando los rebeldes destrozaron la planta eléctrica de Hama, los cortes de electricidad comenzaron a superar a los de luz. Ahora la voladura del conducto del manantial de Al Feyir ha convertido el agua en una nueva víctima de la guerra. A temperaturas inferiores a cero, la falta de diésel, electricidad y agua hacen de los ataques de tos un inevitable preámbulo de toda conversación. Siguiendo la bola de nieve, la escasez afecta también a las farmacias donde se han agotado las reservas de amoxicilina, incluida la de producción local.
Guerra de precios en un creciente mercado informal
“Vivimos, gracias a Dios”, se ha convertido en la sempiterna réplica al: ¿Cómo estás?. El alto el fuego ha logrado silenciar el cielo sirio sin por ello dar tregua a una población cuyas condiciones de vida se deterioran a marchas forzadas. Coyuntura que un puñado de oportunistas han sabido aprovechar para amasar pequeñas y grandes fortunas. Los cortes de luz (entre 14 y 24 horas diarias) han dado pie a la proliferación de generadores privados que alquilan un puñado de amperios a tarifas estelares. En las zonas cercadas del país donde los coches caen en desuso, hay hasta quien ha convertido la batería de su vehículo en estación de carga de móviles. Las escasas bombonas de gas que llegan al mercado negro se venden a 4.000 liras sirias (8 euros) la unidad, el 10% de un sueldo medio. Desde el pasado 23 de diciembre le toca el turno al agua.
Fuente y fotografía: El País