Tirar, soltar, tirar, soltar, tirar, soltar… Los brazos de Doncé, de Fadio, Vincent, Adama y otros seis trabajadores se mueven al mismo ritmo acompasado e hipnótico. Asidos a una empuñadura de madera, tiran de una larga cuerda bajo las órdenes de Bakoro, el encargado de que la perforación se realice de manera totalmente vertical. Lo que cuelga de la soga es una broca con la que llevan una semana taladrando el suelo de un huerto de Beleko, un pueblo de unos 4.000 habitantes situado a 200 kilómetros de la capital de Malí. Sólo con la fuerza de sus músculos, sin máquinas ni herramientas eléctricas, estos 10 obreros se empeñan golpe a golpe en alcanzar el mayor de los tesoros que el hombre puede poseer y que saben enterrado a unos 11 metros de profundidad: agua.
Nadie diría que en el secarral donde se encuentra Beleko, perdido en pleno Sahel a dos horas de la vía asfaltada más próxima, se podría encontrar agua de buena calidad. En los meses de febrero a abril, cuando el calor es más inclemente, el paisaje pierde el rojo de la tierra, el verde de los árboles y el azul del cielo. Los 40 grados de temperatura media, una humedad del 3% y la ausencia total de lluvias durante muchos meses agrieta las veredas, marchita los campos y cubre todo con un manto de polvo. El mundo se torna amarillento, gris y pardusco. Nada parece que pueda crecer aquí salvo los cientos de mangos que pueblan esta región.
Malí ha cumplido con su compromiso para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio al aumentar el acceso a agua limpia de un 19 a un 64% de su población en los últimos 15 años, pero en las zonas rurales aún un 36% de quienes viven en el campo carece de ella, según datos de 2015 del Fondo para la Infancia de la ONU (Unicef) y la Organización Mundial de la Salud (OMS). En aldeas como Beleko existe y es de excelente calidad. Sólo hay que saber dar con ella, pues no se encuentra en ríos, lagos o embalses, sino bajo los pies. “La calidad natural del agua subterránea en esta zona es suficiente tanto para abastecimiento como para riego”, explica Pedro Martínez Santos, profesor de Hidrogeología en la facultad de Ciencias Geológicas de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de la ONG Geólogos sin Fronteras (GSF), que opera en este país desde 2010.
“Hay necesidad pero no siempre hay fondos públicos para suministrar agua limpia”, advierte Francisco Bellafont, responsable de la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo (AECID) en Malí. “Y cuando la gente no la tiene a su alcance, la busca en algún otro sitio, que suelen ser pozos abiertos contaminados con bacterias coliformes que producen diarreas y muchas enfermedades de transmisión hídrica”. La comuna de Djiedugu, a la que pertenece Beleko, está compuesta por 34 villas en las que viven 34.414 personas, según datos recabados por la Administración local. De estas, 13 aldeas carecen aún de bombas de agua, aunque prácticamente todas las familias poseen en su hogar uno de esos pozos escarbados de manera artesanal que no cuestan más de cien euros, según Frank Robador, geólogo y cooperante de GSF con 20 años de experiencia. “Incluso el agua de un pozo doméstico es potable, pero se ensucia al estar en contacto con el aire, con cosas que pueden caer desde arriba… Sólo vale si no hay contaminación externa”, añade Robador.
Durante el año 2014, Geólogos sin Fronteras decidió iniciar un proyecto de investigación en Beleko que, de paso, dotaría de agua limpia a los vecinos. La localidad era bien conocida por la ONG dado que Robador reside en ella desde hace siete años. “Un pozo seguro es higiene, alimentación, salud… El problema es que cuesta 10 o 15.000 euros y la gente no lo puede pagar, explica Martínez Santos. Para poder acceder a agua limpia se necesita una infraestructura de perforación cerrada, pero su coste es imposible de asumir por muchas familias de Malí, un país situado en el puesto 179 de 188 en el Índice de Desarrollo Humano y donde el sueldo medio de un albañil es de unos 90 euros. Campesinado humilde que siembra sus huertos, cuida de sus animales y vive en chozas de adobe alejado de carreteras, comercios y tecnología. “El granjero, en un día de mercado, puede llegar a vender unos 2.000 francos CFA (tres euros) de berenjenas, por ejemplo, que es el equivalente al jornal de obrero”, asegura Robador.
“Una solución es abaratar a base de pico pala y cubo, como ya se viene haciendo, pero existe otra más novedosa: realizar un sondeo replicando lo que hace una máquina de manera manual”, sentencia el profesor Martínez Santos, que calculó que se podría rebajar el coste a unos 400 euros al eliminar el gasto en maquinaria, que es el más elevado. Así, tan solo quedarían por pagar los materiales de obra y los salarios de los trabajadores. ¿El inconveniente? Que se tardarían semanas en vez de días en hacer un solo sondeo. “Pero si aquí sobra algo, es tiempo”, bromea.
La técnica que llamó la atención de los miembros de Geólogos sin Fronteras es la empleada por unos misioneros baptistas de origen estadounidense que ya la han aplicado con éxito en países como Bolivia, donde han sido capaces de realizar sondeos de 100 metros invirtiendo solo unos 150 dólares para los aparejos de obra. Ésta consiste en golpear la roca con una broca, fabricada a partir de tubos de perforación reciclados, gracias al trabajo de entre cuatro y diez personas que tiran acompasadamente de una cuerda para luego dejar caer dicho taladro, que percute una y otra vez contra el suelo. El detrito sale a la superficie a través de los tubos de perforación junto con el agua, que sirve además para ablandar el material geológico que se intenta atravesar.
Así, desde la UCM se redactó un proyecto para lograr la financiación necesaria para llevarlo a cabo y se presentó a la AECID, que trabaja oficialmente en Malí desde 2008 y que en 2014 invirtió 6,5 millones de euros en proyectos de ayuda al desarrollo en este país. Y consiguieron que lo cofinanciara con 150.000 euros. “La tecnología de perforación a bajo coste de este proyecto es muy pertinente porque da lo mismo hacer el agujero con una máquina que a mano, no hay ninguna diferencia”, argumenta Bellafont. “Lo que vale caro y se abarata es el uso de la maquinaria. El cubrimiento, los tubos, la arenisca y la bomba son iguales en los dos casos”.
Con este respaldo económico, Martínez Santos, Robador y Germán Martínez, constructor y también cooperante de GSF, volaron a Dallas (Texas, Estados Unidos) en abril de 2015, donde pasaron una semana aprendiendo el método. Los problemas surgieron al regresar a Beleko: de Texas se llevaron seis brocas, pero estas se atascaban y rompían continuamente porque el terreno maliense es mucho más duro que el que los misioneros habían perforado en Centroamérica. Y así surgió la primera necesidad: mejorarlas. “Entonces nos planteamos tener nuestro propio taller con, al menos, una mesa, un generador, radiales, máquinas de soldar… cosas sencillas”, relata Robador. Así que montaron un espacio de trabajo en el jardín de su vivienda, entre tomateras y árboles frutales. Y allí comenzaron a experimentar.
Durante un año, Robador, Germán Martínez y Jose Antonio Cerván, geólogo que se unió en mayo de 2015, pasaron horas y horas devanándose los sesos para dar con la técnica y las herramientas más adecuadas con muy pocos recursos. “La broca baptista tiene una válvula en su extremo y se atasca con un barro denso que se forma en el fondo, así que hay que extraer todos los tubos para limpiarla, perdíamos mucho tiempo. Por eso decidimos fabricar una nueva, más sencilla, con un tubo de perforación de segunda mano al que cortamos cuatro dientes con una radial”, resume Cerván. “Esta sí aguanta, atraviesa superficies más duras en menos tiempo”. A base de ensayo y error, poco a poco lograron resultados prometedores.
Otro reto fue fabricar un trípode regulable para poder suspender la cuerda de la que tirar. “Compramos tres puntales de obras que nos costaron menos de 30 euros”, presume Robador. Todos los tubos que emplean son también artesanales y los adquieren a unos tres euros en Bamako. Para soldar, cuentan con el herrero del pueblo, que ha aprendido a trabajar con sus brocas. “La idea es que el equipo recurra al mecánico de turno, pues la filosofía es que todo se pueda hacer con materiales locales, que se repare localmente… Que, como muy lejos, haya que ir a Bamako”, abunda Cerván.
El jardín de Fiankala fue el lugar elegido para experimentar. Está compuesto por un conjunto de pequeños huertos que ha impulsado la Ong vasca Osalde para dotar a las mujeres del pueblo de un recurso económico. En pequeñas parcelas de unos 25 metros cuadrados, las propietarias cultivan tomates, cebollas, coles… Existen varios diseminados por la comuna, y el de Fiankala presenta aún actividad a pesar del despiadado sol del Sahel. A diario, docenas de propietarias se acercan con sus cubos a estas fuentes para recoger el agua con la que regar sus cultivos. Y cuanto más cerca está el sondeo, menos distancia tienen que recorrer con los pesados recipientes a cuestas.
En Fiankala, GSF ya ha realizado seis sondeos y todos ellos funcionan. El último se ha ejecutado bajo la responsabilidad del equipo de obreros locales durante las vacaciones de los cooperantes en España. A su regreso, el primer día de trabajo, Martínez Santos, Robador y Cerván sienten curiosidad por conocer el resultado. Los chicos aseguran que en su ausencia han realizado un sondeo de 18,75 centímetros de profundidad, una longitud equivalente a un edificio de seis pisos. Los geólogos se aproximan y prueban a extraer agua. En seguida observan una anomalía: la presión es baja. “Puede que haya alguna pieza mal puesta”, sospecha Robador, y pregunta a los obreros por los detalles. A continuación, deciden desmontar la instalación para comprobarlo. “Pero estamos muy contentos, era el primero y han sabido completarlo ellos solos”, aseveran los tres cooperantes mientras ayudan a extraer metros y metros de una tubería de polietileno. Una vez fuera, dan con el problema: el pistón que sirve para empujar el caudal hacia arriba está defectuoso y por eso no sube toda la que debería, pero la solución es sencilla, pues solo hay que sustituirlo por uno nuevo, algo que no cuesta más de tres euros.
En el jardín de Fiankala, conejillo de indias de este proyecto hidrogeológico, se suceden todo tipo de incidentes como el del pistón que voluntarios y trabajadores resuelven a diario: un tubo que se atasca en el fondo, un material demasiado duro que cuesta perforar, una broca que se parte… Las soluciones, siempre debatidas y compartidas, suponen un aprendizaje para todos. “Aún estamos en fase de experimentación e implementación, pero sabemos que se puede. Yo no me lo creía al principio, con los baptistas cambié de idea, pero cuando en Beleko vi tantos problemas, volví a pensar que no lo lograríamos. Ahora que hemos cogido práctica he visto que es posible”, afirma Martínez Santos. GSF calcula que si el proyecto se completa con éxito podrán suministrar agua para abastecimiento e irrigación a unas 50.000 personas
Ha transcurrido un año desde aquella visita a Dallas y el trabajo continúa porque, aunque se ha recorrido mucho camino desde los primeros sondeos, el que resta todavía es largo. La prioridad, ahora, es ensanchar el diámetro de la perforación, que al principio era de 11 centímetros y ya va por los 17. La diferencia en teoría no es grande, pero en la práctica sí, pues una perforación más ancha dará mayor caudal de agua y también permitirá la instalación de bombas ya fabricadas como las indias, que son las homologadas por el Gobierno de Malí para los puntos de consumo urbano. Esto significaría que los sondeos de GSF no solamente valdrían para regar cultivos, como ya hacen, sino también para dotar de puntos de agua potable a los vecinos cerca de sus casas. “Pero lo mejor de un entubado mas grande es la posibilidad de introducir bombas eléctricas, conectadas a un panel solar, que evitarán a los usuarios el esfuerzo de sacar agua de manera manual. Imagina el impacto que puede generar que por mil euros [el precio de 400 a 1000 aumenta por la bomba eléctrica] tengas agua sin esfuerzo”. afirma Cerván.
Otra de las aspiraciones de los autores de este proyecto es que el día de mañana quede en manos de los trabajadores del pueblo y ellos creen un modelo de negocio a partir de la perforación manual. “Si estos señores salen formados podrán constituir una empresa de construcción de pozos y ganar dinero”, suspira Robador, quien sostiene que una obra así se la podría permitir un comerciante, una gran familia de cultivadores o quizá varias familias vecinas que decidan compartir los costes y el uso de un pozo. Con la certeza de que esa idea que un día tomaron como imposible hoy ya es una realidad, el trabajo continúa en el remoto Beleko de sol a sol. “No somos grandes expertos aún —reconoce Martínez Santos— pero en 10 meses seremos mejores, ya lo verás”.
Fuente y fotografía: El País