A Wenceslaus Billiot, de 90 años, se le iluminan los ojos cuando habla de su infancia en la isla de Jean Charles, en el sureste de Luisiana en la que ha vivido toda su vida. Pero cuando se le pregunta por el futuro, pone cara de circunstancias y mira a su hija Betty, que vive con él y su esposa nonagenaria. A Betty, de 59 años, se le tuerce el gesto. “Prefiero no pensar en ello”, dice preocupada. “Sí. Me veo moviéndome un día, cuando ya no pueda tomar la carretera, cuando ya no pueda volver”.
La cincuentena de habitantes de esta diminuta isla, que mezclan herencia francesa con indígena, son los potenciales primeros refugiados climáticos de Estados Unidos. El agua ha engullido desde 1955 el 90% del territorio original de Jean Charles como consecuencia de la erosión de la costa por la intervención humana, el impacto de huracanes en el golfo de México y el aumento del nivel del mar fruto del calentamiento global. En todo Luisiana, han desaparecido unos 5.000 kilómetros cuadrados (el equivalente a la superficie de las Islas Baleares) en el último siglo.
Las autoridades pronostican que la isla acabará totalmente hundida. El Gobierno federal ofreció el pasado enero por primera vez ayuda económica -48 millones de dólares a gastar hasta 2022- para trasladar a todos los residentes a un lugar cercano en tierra firme, en un anticipo de lo que puede ser una práctica habitual ante el deterioro del cambio climático. Por ahora, explica Betty, ningún vecino se ha marchado y los residentes están divididos sobre qué hacer.
En la entrada de Jean Charles, hay un cartel en un poste que reza: “No nos vamos a mover de la isla. Si alguien se quiere ir, puede hacerlo, pero que nos dejen solos. La gente tiene el derecho a vivir donde quiera, no donde le digan”. El autor es un pescador, que declina hacer declaraciones, porque asegura estar cansado de que le pregunten por el futuro de la isla.
Visitar Jean Charles puede dar sensación de finitud. A la isla, ubicada a una hora y media en coche de Nueva Orleans, solo se accede por una estrecha carretera con agua a ambos lados. El agua roza la calzada. Y si sube lo suficiente, la carretera se inunda y la isla queda aislada. Puede permanecer hasta tres días bloqueada por tierra.
Una vez en la isla, la carretera se convierte en la única calle y en tres kilómetros se llega al punto más extremo. Enfrente, se extiende un manto de marismas y vegetación. En los alrededores, hay amarrados pequeños barcos de pesca. La mayoría de las casas son sencillas y están elevadas varios metros. Todo el mundo se conoce. Solo hay un comercio.
A simple vista, cuesta calibrar el avance del agua en Jean Charles. Para entenderlo, hay que comparar mapas y fotografías antiguas con actuales. Por ejemplo, el agua está cada vez más cerca del jardín trasero de la casa de los Billiot, protegida por diques. En unos diez años, calculan que ha avanzado unos cien metros.
Todas las casas están más rodeadas por canales de agua. Y la vida se complica. Ante las averías recurrentes, la compañía de gas ha decidido dejar de arreglar las tuberías y las casas usan ahora bombonas de butano. La compañía de agua ha avisado de que el suministro se verá afectado si la carretera que une al continente, construida en los años cincuenta, se inunda con más frecuencia.
“En los viejos tiempos, el agua estaba baja”, rememora en el porche de su casa Wenceslaus, que fue militar y capitán de barco. Recuerda que hasta los años cincuenta solo un huracán grave había azotado la isla. Ahora son mucho más recurrentes, lo que ha hecho disminuir la población en las últimas décadas. También recuerda cómo antes se pescaba más y había más celebraciones nativas. El jefe de la tribu india vive fuera de la isla y es el que coordina con las autoridades el plan de ayuda del Gobierno federal.
Betty, que trabaja en una tienda en Houma -la ciudad más cercana, a 40 minutos en coche- teme que, con la hipotética evacuación, se evapore el legado indio de Jean Charles. Su padre, cuyo bisabuelo era francés y se casó con una indígena, evita vaticinar lo que pueda ocurrir. Confía en no tener que decidir. “A veces me preocupo, pero el hombre mayor allí arriba nos cuidará”, dice. “No sé cuánto más voy a vivir”, agrega el anciano, que tiene otros cinco hijos con los que habla francés e inglés. La semana pasada, cumplió 90 años y la próxima, su esposa cumplirá 92.
A pocas casas, vive Chris Brunet, de 51 años, que es de los pocos que dice abiertamente que se marchará de la isla, en un plazo de cuatro a seis años. Explica que le duele porque ocho generaciones de su familia, también de origen indio, han vivido aquí. Pero asume el cambio como parte del ADN bayou, el nombre que recibe esta zona de Luisiana por estar rodeada de arroyos. “Así es la vida en el Golfo. Nos tenemos que adaptar”, dice.
Brunet explica la ansiedad que le causa ver cómo la tierra se esfuma cada vez más: lo que antes era vegetación frente a su casa, ahora es agua. Por suerte, por ahora, el avance del agua no altera su pasatiempo favorito: mirar desde su jardín los impresionantes atardeceres rosados, de los que conoce todos los secretos. Eso, asegura, es lo que más echará de menos de la isla.
Fuente y fotografía: El País