Estos días pasados han creado polémica las declaraciones del consejero de Salud de la Comunidad de Madrid que recomendaba hacer abanicos de papel a los escolares para soportar las asfixiantes temperaturas de este caluroso e inusual mes de junio, según informa El Diario. Las redes sociales hicieron mofa de la torpeza del consejero, mientras sindicatos y oposición clamaban por que se instalen con urgencia sistemas de climatización en los centros escolares. Sin embargo, con la miopía que caracteriza nuestra política y nuestra sociedad, ni unos ni otras han querido escarbar mucho en el asunto ni ver todos los graves problemas de fondo que esta anécdota pone en evidencia.
Al menos, la portavoz de Podemos en la Asamblea de Madrid, Lorena Ruiz-Huerta, ha relacionado tímidamente la inusual ola de calor con el cambio climático. Pero a renglón seguido se limitaba a exigir igualmente aire acondicionado en las escuelas, sin querer darse cuenta de algo muy obvio: esto supone aumentar el consumo de energía y las emisiones de GEI (gases de efecto invernadero); es decir, acelerar todavía más el cambio climático.
Instalar aire acondicionado para soportar el calor del cambio climático es luchar contra el calentamiento global provocando más calentamiento global, es decir: intentar apagar el fuego con gasolina. Los científicos de sistemas tienen un nombre preciso para estas dinámicas: realimentaciones positivas que aceleran todavía más los fenómenos destructivos en curso.
Hace ya décadas el movimiento ecologista viene diciendo que necesitamos cambiar radicalmente nuestra forma de vivir. Hace ya décadas que se vienen proponiendo soluciones prácticas para ello que pasan por cambiar nuestros hábitos y nuestras prácticas: construir viviendas, calentarnos, refrigerarnos, movernos y alimentarnos con multitud de técnicas, tecnologías y formas de vida de bajo impacto ambiental. Pero casi nadie presta atención a todas esas soluciones ya probadas y experimentadas, a pesar de que algunas de ellas han demostrado ser muy eficaces.
Hace décadas que deberíamos haber empezado a acondicionar nuestros edificios con criterios bioclimáticos para conseguir protegerlos tanto del calor del verano como del frío del invierno. Hace décadas que deberíamos haber empezado a ahorrar energía y materiales en todos los frentes: desde las bicicletas en las ciudades hasta la industria, la gestión del agua y los residuos. Hace décadas que deberíamos haber comprendido que estamos en uno de los países del mundo más frágiles ante el cambio climático y que, si no emprendemos un ambicioso programa de reverdecimiento de nuestro territorio, España va a ser tragada por el Sahara.
Clama al cielo que no nos demos cuenta de que necesitamos incorporar desesperadamente materia orgánica a nuestros suelos porque es lo único que consigue protegerlos de la creciente aridez, y que ello sólo se puede hacer cambiando este modelo agroindustrial quimizado que está envenenando, salinizando y esterilizando el suelo por un modelo agroecológico.
Seguimos hablando y hablando, distrayéndonos con abanicos de papel o poniendo parches que echan gasolina al fuego. Seguimos intentando solucionar el calor con aire acondicionado y la falta de lluvias con trasvases. Seguimos intentando «salvar» la rentabilidad del sector agrícola a base de destrozar la fertilidad de la tierra y «salvar» a los pescadores a base de colapsar las pesquerías. No queremos prestar atención a las personas que hace ya décadas vienen repitiendo y repitiendo machaconamente lo mismo con una razón aplastante: hay que cambiar de modelo ya que el actual no funciona porque es insostenible y lo insostenible, tarde o temprano, termina cayéndose.
Ya es hora de abandonar esa famosa coletilla que acompaña a todos los discursos políticos sobre cambio climático y hace alusión a las «futuras generaciones». El cambio climático es un problema nuestro y es un problema de hoy. Lo estamos empezando a sufrir y lo vamos a sufrir más. Es lo que dispara las temperaturas en mayo, lo que hace que nuestra agricultura esté mucho más expuesta a sequías e inundaciones y nuestros ríos tengan menos agua que hace sólo diez años. Nuestro territorio está siendo tragado por el Sahara y eso debería provocar una inmensa movilización social que ni se ve ni se espera, y, sin embargo, es un problema de una relevancia histórica enormemente mayor que todas las controversias Madrid-Barcelona que ocupan páginas y páginas en los diarios.
En poco más de un lustro, el fotógrafo Sebastiao Salgado y su mujer Lélia plantaron más de dos millones de árboles autóctonos de casi trescientas especies distintas –y con ello convirtieron el erial desforestado en que se habían convertido las tierras de la familia (en Aimorés, estado de Minas Gerais) en un gran trozo de selva atlántica brasileña. Cuando tuvieron constancia de que el ocelote (felino que se haya en lo alto de la cadena trófica en esos ecosistemas) había regresado al nuevo bosque, supieron que su casi milagrosa tarea de restauración ecosistémica estaba completa.
Ése sería el camino… si fuésemos capaces de hacer lo que debería ser hecho. Una senda de salvación, la construcción de muchas Arcas de Noé: vencer el poder de las megacorporaciones en tiempo récord, salir del capitalismo y el patriarcado en tiempo récord, minimizar la violencia social en tiempo récord, desarrollar una cultura de simbiosis con la naturaleza en tiempo récord, reforestar la tierra con millones de árboles en tiempo récord. Si fuésemos capaces…
Improbable, ¿verdad? Pero a renglón seguido hay que preguntarse: y si no, ¿cuál es la alternativa? Y no hará falta mucha cavilación para llevarnos a la respuesta del compañero Daniel Tanuro: alternativas infernales.
Ya deberíamos estar trabajando afanosamente en esa transición energética de la que se habla tantísimo en las tribunas pero nunca se empieza. La transición energética y la adaptación al cambio climático se hacen con medidas concretas, materiales, tecnológicas que se conocen desde hace décadas y funcionan muy bien, pero no se aplican.
Quizá tenemos que empezar a darnos cuenta de por qué no se aplican, porque también lo sabemos: son formas de vivir ecológicas y muy económicas, que pueden, incluso, crear empleo, pero que no producen beneficios rápidos ni jugosos dividendos… ni tampoco suculentas mordidas. Contrarían la lógica del capital, tanto la del «capitalismo de amiguetes» como las dinámicas profundas de acumulación.