Uno de los relatos más importantes de la ficción contemporánea se titula ‘El gran silencio’, está protagonizado (y contado) por un loro y apenas supera las cuatro páginas. Su autor es Ted Chiang, un informático estadounidense que, con un puñado de reveladoras narraciones, entre ellas la que inspiró el filme La llegada, ha sido capaz de tocar nuestras fibras más sensibles. El pájaro-narrador vive junto al telescopio de Arecibo, en la selva de Puerto Rico, dedicado a tratar de captar un sonido inteligente proveniente del espacio exterior, escrutando lo que se denomina «el silencio del universo». Sin embargo, el loro se pregunta por qué los humanos nunca han tratado de hablar con los seres de otras especies con los que comparten el planeta: «Hace cientos de años, mi especie era tan abundante que nuestras voces resonaban por todas partes. Hoy casi hemos desaparecido. Dentro de poco, la selva estará tan silenciosa como el resto del universo». La desaparición de la fauna ha sido una pesadilla recurrente de la ficción —el título del libro de Philip K. Dick en el que se basa Blade Runner es ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? porque describe un mundo de megaciudades en el que no existen los animales—, pero ahora mismo es un proceso que ya está en marcha. Es lo que se llama la sexta extinción.
«Es el acontecimiento más importante de nuestro tiempo. La situación es muy seria. De hecho, no podría ser más seria», explica Elizabeth Kolbert, una periodista estadounidense que ganó el Premio Pulitzer el año pasado por su libro titulado precisamente así, La sexta extinción (Crítica), que el presidente Barack Obama ha recomendado en numerosas ocasiones. «Es importante darnos cuenta de que algunos ecosistemas, como los arrecifes de coral, están entrando en colapso en estos mismos momentos», agrega esta periodista de la revista The New Yorker. Y National Geographic, en un reciente artículo, planteó el asunto de forma todavía más dramática: «¿Sobrevivirán los humanos a la sexta extinción?».
En los 4.000 millones de años que han pasado desde que estalló la vida en la tierra se han producido cinco episodios de extinción masiva de especies. El más famoso de todos ellos ocurrió hace 66 millones de años, en el Cretácico, cuando el impacto de un meteorito provocó la aniquilación de los dinosaurios y del 80% de las especies terrestres. Sin embargo, esta sexta extinción tiene una diferencia fundamental con las demás: nosotros somos los responsables. Desde el año 1500 se han extinguido 322 especies, pero en la actualidad el proceso está en plena aceleración. Anthony Barnosky, paleobiólogo de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) y experto en el funcionamiento de ecosistemas, resume así la situación: «Si no tomamos medidas ante la crisis actual, los nietos de nuestros hijos vivirán en un mundo en el que tres cuartas partes de las especies que existen en la actualidad habrán desaparecido para siempre». En los océanos, prosigue Barnosky, muchos de los animales de los que nos alimentamos, como el atún, se habrán ido también.
Un planeta en el que no existan en libertad los leones, los tigres, los rinocerontes, las jirafas o los elefantes, animales con los que la humanidad lleva soñando por lo menos desde que los pintó en las paredes de la cueva de Chauvet hace 33.000 años, es una posibilidad cada vez más real y cercana. Esa es también la conclusión de un equipo internacional de científicos, que publicó en octubre el informe ‘Saving the World’s Megafauna’ (salvando a la megafauna del mundo) en la revista Bioscience de la Universidad de Oxford (Reino Unido).
Este trabajo concluía: «La mayoría de la megafauna de mamíferos se enfrenta a dramáticas contracciones de su ámbito geográfico y declives poblacionales considerables. Efectivamente, el 59% de los carnívoros más grandes y el 60% de los herbívoros de mayor talla están amenazados de extinción. Esta situación es particularmente crítica en el África subsahariana y el sureste de Asia, lugares que albergan la mayor diversidad de megafauna existente. El grupo de especies en riesgo de extinción incluye algunos de los animales más emblemáticos del mundo, como los gorilas, rinocerontes y los grandes felinos. Irónicamente, dichas especies van desvaneciéndose justo cuando la pone en evidencia, cada vez más, el papel tan esencial que desempeñan en los ecosistemas».
Desde hace unos años se multiplican las investigaciones científicas de todo tipo de centros de estudios y universidades que trazan un panorama cada vez más inquietante. Por citar solo las más recientes, el pasado octubre el Foro Mundial para la Naturaleza (WWF, en sus siglas en inglés) publicó la última edición de su Living Planet Index, un informe bianual que mide 14.152 poblaciones de 3.706 especies, y concluía que entre 1970 y 2012 el mundo había experimentado un declive en un 58% de estos animales. Si la situación no mejoraba, WWF indicaba que en 2020 habrían desaparecido dos tercios de los animales salvajes con respecto a 1970 (un declive del 67%).
Sólo a principios de diciembre fueron publicados dos datos que muestran hasta qué punto la sexta extinción es un fenómeno global: la Lista Roja de especies amenazadas, que publica la Unión para la Conservación de la Naturaleza, el índice más utilizado y citado para medir los animales que se encuentran en peligro, indicó que más de la mitad de las rayas, tiburones y quimeriformes (un orden de peces cartilaginosos) del Mediterráneo —73 especies en total— se encuentran en riesgo de extinción.
La misma institución publicó el 8 de diciembre otro informe en el que señalaba que uno de los animales más icónicos y reconocibles, la jirafa, el mamífero más alto del mundo, está sufriendo «un devastador declive en sus poblaciones, debido a la pérdida de hábitats, las guerras civiles y la caza ilegal». Su población global ha descendido en un 40% en 30 años. En total, esta Lista Roja incluye 85.604 especies, de las que 24.307 están amenazadas de extinción.
Parafraseando al gran Ennio Flaiano, podríamos decir que en este caso la situación es grave y además muy seria. Los caminos que toma la naturaleza cuando desaparecen especies son impredecibles, porque estas dependen unas de las otras y, si una parte del sistema falla, es difícil saber cómo se reequilibrará.
La mayoría de los científicos que estudian la sexta extinción llegan a la misma conclusión: se trata de un proceso en marcha, pero puede ser reversible. «No es demasiado tarde», asegura Jonathan L. Payne, profesor asociado de la Universidad de Stanford (EE UU) y uno de los autores de otro informe, publicado en septiembre por la revista Science, que anunciaba una extinción «sin precedentes» de los grandes animales marinos. «El porcentaje de especies que ya se han extinguido es todavía muy inferior al porcentaje que desapareció en episodios anteriores».
El biólogo José Vicente López-Bao, investigador de la Universidad de Oviedo que participó en el informe Saving the World’s Megafauna, señala por su parte: «Las sociedades modernas deben demandar un mayor compromiso político en materia de conservación, lo que incluye respetar las decisiones adoptadas en los tratados y convenciones internacionales, coordinar esfuerzos y un mayor apoyo financiero a la conservación de la biodiversidad. De lo contrario, muchas poblaciones y especies corren el riesgo de no llegar al próximo siglo».
Elizabeth Kolbert agrega: «Es obviamente demasiado tarde para muchas criaturas que ya se han extinguido o que se han visto reducidas a unos pocos individuos. Pero no lo es para millones de especies». Preguntada sobre la influencia en este proceso de las posibles políticas del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump —que ha nombrado como jefe de la Agencia de Medioambiente a un negacionista del cambio climático, Scott Pruitt—, esta periodista responde: «Me temo que puede empeorar las cosas».
La sexta extinción no es sólo producto del cambio climático —salvo en el caso de animales como los osos polares, que, al disminuir la capa de hielo, pierden la capacidad de cazar—, sino de un conjunto de factores que tienen un punto en común: la humanidad. La deforestación, la pérdida de hábitats, el avance de las tierras dedicadas al cultivo y la ganadería, la caza furtiva, el comercio ilegal de especies (el tráfico de marfil puede borrar a los elefantes de la tierra, y una moda culinaria, acabar con el pangolín, un armadillo asiático) o la sobreexplotación (es el caso de numerosas especies marinas).
Jonathan L. Payne explica: «Los cambios actuales en el clima (un calentamiento global acelerado) y en los océanos (acidificación y declive del oxígeno) ocurrieron durante extinciones masivas anteriores. Sin embargo, nuestros análisis sugieren que los cambios biológicos que estamos experimentando, particularmente la extinción selectiva de especies de todo tipo, son diferentes de cualquier proceso anterior».
La humanidad lleva muchos siglos moldeando la tierra: basta con visitar las Médulas, en León, un paisaje que forjaron los romanos con sus explotaciones mineras, o imaginar la cantidad de desperdicios que producía Roma en su máximo esplendor, una ciudad en la que vivían un millón de habitantes en el siglo I, para darnos cuenta de nuestra capacidad para alterar el medio ambiente. Y los cambios empezaron seguramente mucho antes: un estudio publicado en noviembre por los profesores Jed Kaplan, de la Universidad de Lausana, y Jan Kolen, de la Universidad de Leiden, concluía que hace unos 20.000 años, en plena Edad de Hielo, los cazadores recolectores quemaron grandes extensiones de bosques y, por tanto, transformaron radicalmente su entorno. Sin embargo, nada es comparable al proceso en el que estamos sumergidos en la actualidad, pese a que algunos científicos mantengan que no es la primera extinción masiva causada por la humanidad.
El Homo sapiens apareció hace unos 200.000 años en África y su expansión coincide con diferentes extinciones, sobre todo de la llamada megafauna prehistórica, desde los tigres dientes de sable hasta los mamuts. Cada vez más científicos consideran que nuestros antepasados fueron los responsables directos de la desaparición de estas especies (y de los otros representantes del género homo, como los neardentales). El debate está abierto porque también se produjeron enormes cambios climáticos, pero muchas evidencias apuntan a la acción humana.
Jean-Jacques Hublin, investigador del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, argumentaba en una conferencia reciente que mientras en África estos animales se esfumaron muy pronto, en Europa este fenómeno no ocurrió hasta la expansión de los Homo sapiens. En otras palabras: primero los matamos en África y luego en Europa. La llegada de nuestra especie a Australia hace unos 50.000 años es un gran misterio porque tuvimos que viajar por mar durante un periodo en el que no sabíamos navegar (o por lo menos no hay restos arqueológicos que lo demuestren). Como explica Elizabeth Kolbert en su libro, 10.000 años después de este acontecimiento, la megafauna australiana se había esfumado. «La llegada del hombre parece la única explicación», escribe.
Sin embargo, aquella desaparición afectó sólo a un tipo de animales. Lo que está ocurriendo en la actualidad incluye a numerosas especies de todos los tamaños. Muchos científicos creen que hemos entrado en una nueva era geológica, el Antropoceno, que comenzó en torno a 1950 —fue una de las conclusiones de un reciente congreso celebrado en septiembre en Sudáfrica—. Su principal característica frente a la era anterior, el Holoceno, son los efectos de la humanidad sobre el medioambiente. «El Antropoceno es el momento en el que los humanos hemos cambiado el ciclo vital del planeta», señaló el científico español Alejandro Cearreta.
Para el profesor Mark Williams, experto en paleobiología de la Universidad de Leicester y uno de los principales estudiosos del Antropoceno, «el impacto de los seres humanos en la biosfera es dramático y no se trata solo de la sexta extinción». Williams mantiene que cuatro datos aportan las claves para entender la radicalidad de estos cambios: el descomunal consumo de plantas y animales por parte de los humanos (el 97% de los mamíferos terrestres son humanos y los animales que comen y sólo el 3% son criaturas salvajes); el movimiento de plantas y animales por todo el mundo, fuera de sus hábitats naturales; los cambios drásticos en nuestros paisajes (que afectan en torno al 75% de la superficie terrestre no cubierta por hielo), y la interacción entre la biosfera y la tecnología. La sexta extinción es uno de los muchos signos de esta profunda transformación que conduce al planeta, y a todos los que vivimos en él, hacia un destino incierto.
Las extinciones son un signo de movimientos mucho más profundos, indicios de grandes alteraciones. El primer animal que los humanos tuvieron conciencia de haber exterminado fue el dodo, un pájaro no volador de las islas Mauricio que fue cazado (por diversión sobre todo) hasta su aniquilación durante el siglo XVII. Por vez primera nos dimos cuenta de que, después de matar al último dodo, ya no había más. Pero este pájaro mítico —que Lewis Carroll representó en Alicia en el País de las Maravillas— no sólo simboliza las especies en vías de extinción, sino que fue uno de los primeros signos de lo que iba a ocurrir en el resto del planeta con la expansión colonial de los europeos. El final del dodo fue el principio de una transformación mucho más radical. Lo mismo, a una escala mucho más grande, puede decirse de la sexta extinción. De nosotros depende todavía que no sea el preámbulo del gran silencio que anticipa el loro del relato de Ted Chiang.
Fuente y fotografía: El País