Para el mundo, poner fin a la pobreza extrema tiene fecha de caducidad y es el año 2030. Esta meta, sin embargo, parece inalcanzable cuando se analizan los efectos del cambio climático sobre las personas: desde enfermedades transmitidas por el agua que se intensifican durante las olas de calor, el fracaso de las cosechas debido a sequías o inundaciones y su impacto en los precios de los alimentos o desastres naturales que obligan a muchos a desplazarse.
De acuerdo al informe “Grandes cataclismos: Cómo abordar los efectos del cambio climático en la pobreza”del Banco Mundial, una mayor conciencia climática podría alejar de la pobreza extrema a más de 100 millones de personas para el año 2030.
Pero si no se actúa pronto, habrá casi tres millones de pobres más en América Latina y el Caribe para la misma fecha.
«El futuro no está escrito en piedra» dice Stephane Hallegatte, economista senior del Banco Mundial quien dirigió el equipo que preparó el informe. «Tenemos una ventana de oportunidad para lograr nuestros objetivos de pobreza de cara al cambio climático, siempre y cuando tomemos decisiones políticas sabias ahora.»
Lo cierto es que el próximo diciembre, 196 naciones firmantes participarán en París de la COP21, la esperada conferencia sobre cambio climático. Los países participantes ya están presentando sus propuestas sobre cuánto se comprometen a reducir las emisiones de carbono.
En consonancia con esto, el estudio afirma que “es necesario estabilizar las temperaturas mundiales a un nivel seguro, lo que implica que las emisiones netas mundiales de carbono deben reducirse a cero antes de 2100”.
En concreto, ¿qué pueden hacer los países para evitar que las consecuencias del cambio recaigan sobre los más pobres? “Grandes cataclismos” plantea varias soluciones. Aquí, las más destacadas:
Agricultura inteligente
Los vaivenes del clima pueden dejar sin trabajo a muchos pobladores. El sector de la agricultura da empleo a casi el 20% de la población en Latinoamérica y el Caribe y representa más de la quinta parte del PIB regional.
Al no poder producir, muchas familias rurales se quedan sin alimentos para comer y, además, tienen que salir a comprar comida a precios más elevados. Sin ir más lejos, hace poco más de un año Centroamérica enfrentó una de las sequías más duras de la historia: 40 días sin lluvia dejaron a más de dos millones de personas con hambre.
Ante este escenario, el informe destaca la importancia de desarrollar prácticas de cultivo y de ganado con mayor resistencia al clima. Aunque no abundan, en la región hay varios ejemplos de estas iniciativas.
En Uruguay, un país de apenas tres millones de habitantes que en la actualidad produce alimentos para 28 millones de personas, una de las claves para llegar a este hito tiene que ver con las diversas formas de fomentar la adaptación al cambio climático entre los productores rurales.
Existe, por ejemplo, un sistema totalmente informatizado que obliga a los campesinos a presentar un plan de rotación de cultivos para mantener la calidad de los nutrientes y evitar la erosión. Mediante imágenes de satélite, los expertos del gobierno pueden detectar los lugares con mayor riesgo de erosión y contactar con el productor responsable para que explique por qué no ha cumplido con su plan de rotación de cultivos.
En Brasil, por su parte, agricultores de Italva, a 311 kilómetros de Río de Janeiro, aplican técnicas para reducir (o eliminar) la necesidad de pesticidas y fertilizantes artificiales, construyen cajas de contención en las colinas para almacenar el agua de lluvia e instalan fosas sépticas para recoger los desagües de los hogares de la zona. Se llaman a sí mismos “fabricantes de agua”.
Castigo a contaminantes
De acuerdo al informe, en la mayoría de los países, los recursos que podrían obtenerse de un impuesto sobre el carbono (o de la reforma de los subsidios para la energía) permitiría incrementar la asistencia social u otras inversiones que beneficien a los pobres.
En Costa Rica por ejemplo, el mercado doméstico de carbono sirve para que las empresas puedan compensar las emisiones de CO2 que no puedan reducir de sus operaciones, trasladando ese excedente a actividades de eficiencia energética, reforestación y protección de bosques. Para los ticos es también “una manera de trasladar recursos a las regiones más pobres del país.”
Por su parte, la protección social también puede ser una aliada para proteger a los pobres de las inclemencias climáticas.
Por ejemplo, en México, beneficiarios de Prospera, el programa nacional de transferencias monetarias, son menos propensos a retirar a sus hijos de la escuela cuando enfrentan desastres climáticos. En Perú, la emisión de títulos de propiedad a más de 1,2 millones de habitantes urbanos los animó a invertir más en la infraestructura de sus hogares, lo que reduce la vulnerabilidad de estos antes las amenazas naturales.
Protección ‘en concreto’
Si sigue aumentando la temperatura promedio global, la región será una de las más afectadas en el mundo por los desastres naturales y en pocos años, al igual que ocurrió con las grandes guerras del siglo XX, podrían generarse migraciones masivas de personas en todas partes del mundo, expulsadas de sus casas y comunidades por el cambio climático.
No solo se trata de eso, los más desprotegidos frente a los desastres naturales son los pobres. Cuando el huracán Mitch golpeó Honduras en 1998, las personas en condiciones de pobreza perdieron proporcionalmente tres veces más activos e ingresos que los demás.
Para ello, el informe recomienda financiar infraestructura más robusta que beneficie, justamente, a las personas más pobres.
Fuente: El País
Fotografía: Banco Mundial